Siento que hace un millón de años que no escribo.
Y pido perdón a mis lectores.
A mis tres lectores.
Dentro de poco, si todo sale bien, me voy a Suiza.
Y llevo estas últimas semanas aprovechando los días de sol y asueto antes de encerrarme en una oscura y putrefacta biblioteca con olor a moho a estudiar y oír de lejos los cantos de niñas saltando a la comba.
Me siento como si no me dejaran jugar con ellas.
Las terracitas en Madrid empiezan a verse cada vez más, la gente está más contenta, más enamorada, más vital.
Desde hace ya unas semanas tengo una especie de rutina,
Jueves, viernes y sábados, terracitas o bares, charlas en plazas monumentales, buena música y cuadernos de dibujos.
Domingos trivial, grupo de gente en casa a ritmo de Beirut
Baños leyendo a Walt Whitman, con cigarro en mano.

Creo que puedo decir, que soy feliz. Ese tipo de felicidad sosegada que parece producto de cigarros poco fiables.
Sonrisas y risas, noches de películas
Ferias del libro a un euro.
Añoranzas que quedan lejanas.
A ver si me explico, es la calma que precede a la tormenta.
El día que me vaya, voy a llorar. (Cada vez lo hago más a menudo.) Porque sé que lo más probable, es que no vuelva.
¡Y aquí dejo tantas personas maravillosas!
Esta situación, me recuerda a los finales de verano.
Cuando hace más viento e incluso hay días de lluvia.
Algunos ya se han ido, y tú ya no guardas la ropa lavada en el armario, sino en la maleta.
No es un final apoteósico, sino una lenta espera a volver para retomar la vida que dejaste en la ciudad.
Y es que el aburrimiento, a veces es una bendición.

Compré un millón de libros para llevarme.
También compré una cazadora de piloto marrón.
Fulares africanos y camisas con paisajes de Utrecht.
Me faltan unas buenas botas de jinete.
El sombrero de Panamá ya me lo regalaron.
Así que como decía antes, es final de verano.