-Cae el telón y se deja de escuchar la
música.
-¿Así vas a acabarla? ¿Tú Opera prima? ¿La
gran obra que llevas escribiendo millones de años?
- No es una gran obra y además, no es una
novela. Es una polinovela.
-Eso te lo acabas de inventar -. Retuerce la colilla
en el cenicero.
El calor es sofocante. Se queda callado para de súbito
preguntar - ¿Y que es una polinovela?
-Una polinovela son muchas novelas dentro
de una novela.
-Se me empieza a atragantar la palabra "novela". Ya que te pones a inventar, deberías inventarte otro nombre. Algo que
fuera radicalmente distinto.
El interlocutor recoge la colilla recién abandonada en el
cenicero. La apaga aplastándola sin rabia, como quien realiza una
labor mecánica aprendida de memoria a base de repetición.
-Puede ser.
(...)
-Cuanto te han
costado las cañas?
-Nada, yo invito.
-Ya no. Te quiero
pagar lo que te debo.
-No es necesario.
-Si lo es. Toma,
dos euros. Además necesito cambio porque quiero comprar tabaco.
-Aquí no se puede
fumar.
-¿Te crees que me
importa? Me estás diciendo que no te lleno intelectualmente y ahora lo que
quiero es fumarme un cigarro.
-¿No me vas a
dejar invitarte?
-No
-Entonces me voy
-No te levantes.
Te aseguro que si te levantas y te marchas, te vas a arrepentir. Así que hazte
un favor y piénsatelo.
-Probablemente
querida, probablemente. Adiós.
Eduardo camina por el barrio de Lavapies un
día de agosto de calor asfixiante. Le cae una gota de sudor que se desliza desde su
cuero cabelludo y lentamente atraviesa el camino de piel que lleva a la punta
de su nariz.
Pasea sin prisa, regodeándose en cada
baldosa agrietada, en cada alcantarilla maloliente para levantar la vista de
tanto en cuanto y encontrar los edificios de piedra y ladrillos que crean una
sombra ficticia, de asfalto. Polución y colillas tiradas como migajas de pan
que le conducen a calles reconocidas. Fotogramas borrosos de cuando su mirada
era distinta y su incertidumbre una aventura.
Cuando pasa por la calle del Doctor Cortezo
no puede evitar fijarse en las puertas de cristal de aquel portal rodeadas de
aluminio que tienen el color de las heces perfectas de su perro, Milton. Aquel que
solía sacar a pasear a las doce de la mañana de cada día, cuando Madrid se
convirtió en ciudad de transición. Su Hermana Alicia se hartaba de decir que
eran color chocolate, como los macarons que
traía su madre de aquella pastelería del Madrid de Los Austrias. Discutían sobre
los excrementos en tono de sorna, de manera tan apasionada como dos críticos
de arte hablan de un Basquiat. Con Alicia siempre se ha llevado bien, le gusta
porque es más lista que el hambre y porque a veces, parece ser la única que le
entiende en esa familia de locos que tiene.
(-¿Qué es lo que
buscas?-)
Le da pena no verla y hablar tan de vez en
cuando. Desde que tuvo a los gemelos, parece haberse perdido en el mundo
de la maternidad sin billete de vuelta. Pero parece feliz y Eduardo prefiere
verla así. Nunca le pregunta si realmente lo es. Sabe que Alicia se reiría y le
diría “¡Pues no lo ves, tonto! ¡De tanta China seguro que ya hasta miras del
revés!”
(-¿Qué es lo que
busco? … No sé, creo que algo más intelectual)
Echa de menos a Alicia y se acuerda de
cuando la subía a hombros. Él tenía diecisiete años y respuestas para todas
las preguntas de ese renacuajo de siete. Ahora, le quedan pocas respuestas que dar.
Por qué hace mucho tiempo que dejó de preguntarse.
(-¿Me estás
llamando tonta?
-No. Sabía que te
lo ibas a tomar mal.)
En la calle hay movimiento. Un grupo de
nigerianos recoge a toda prisa su cargamento de dvds y bolsos imitación de Bimba y
Lola. Andan con paso rápido, echando
cada poco un vistazo en busca de los uniformados que acaban de doblar una
esquina y aparecen en la plaza de Tirso de Molina. Los bultos que transportan y
recogen en un par de segundos que han sido diseñados por la necesidad y la
experiencia le hacen recordar que todavía no ha comprado nada para Martha y a
ella le gustan esos detalles. Martha es la chica del pelo dorado y la
inteligencia sutil. Martha es el hoy y el ahora del que se ha tomado unas
vacaciones secretas. Pero no puede volver con las manos vacías o ella lo notará
y aunque sabe que sospecha algo, no quiere empezar ese tipo de conversaciones.
Esas conversaciones son las que te llevan a la muerte anunciada de las relaciones, al
realismo mágico de un espectro fantasmal de lo que fue y ya no es. Se lo apunta
mentalmente para más adelante. quizá cuando llegue Alicia el martes, podrá
ayudarle a elegir algo bonito para ella. Ahora es imposible pensar con este
calor. Sigue caminando pero se acuerda del color marrón de las puertas y del
reflejo de aquel cabello al sol y de manera instintiva vuelve sobre sus pasos y
fija la mirada en el portal de nuevo.
(-¿Como no me lo
voy a tomar a mal?, me estás llamando imbécil a la cara.
-No te lo llamo,
estás equivocada.)
Toca el timbre. Sexto piso. Al instante
suena el sonido desagradable que le abre las puertas de aluminio, que empuja haciendo
un esfuerzo final por desquitarse de la humedad que se le acumula en el cuerpo.
Ascensor y al cielo.
Aparece ante él el mismo escenario. Pero
esta vez no le parece tan romántico y decadente como antaño, sino más bien un tanto
dejado. Fotos del Albaicín y olor a frito mientras se seca el sudor con la
palma de la mano. Agua, necesita agua.
Recorre las mesas atestadas de estudiantes vestidos con ropa de segunda mano y se transporta a principios de siglo. Divisa una mesa al aire
libre que desocupan unos turistas escandinavos. Se pregunta si serán noruegos y aparece
una imagen del salmón que su tía solía llevar a la casa de Puerta de
Hierro cuando venía de visita desde Los Fiordos.
(-Lo que me da
pena es que sabía que esto pasaría. No estoy enfadada.
-Pues lo parece)
Por fin se sienta en una mesa y al llegar
la camarera, una chica de unos veinte años, pelo corto moreno y sonrisa afable
le pide una caña, por favor. Asume su papel de nostálgico en un Madrid que ya
no conoce y mira a lo lejos los tejados de Lavapiés.
Se pregunta si a Martha le gustaría este
sitio y como pronunciaría el nombre del bar en su español rudimentario.
Martha, la norteamericana que le dio el
equilibrio que buscaba en una vida hecha a si misma, cuando lo perdieron todo
en la crisis eterna. China le dio lo que Inglaterra y España no pudieron: La
capacidad de reinventarse fuera de su entorno, aquella en la que no era.
La Madurez conlleva el conformismo ante los
acontecimientos que se suceden, ya sean fortuitos o provocados. La madurez es Martha y su piel dorada facturada directamente desde California.
( - Al final lo conseguiste. Te has vengado de todo el daño que yo te hice a ti
-No es eso.)
Sentada dos mesas a la derecha, ve una cabellera caoba que destella con el sol de la tarde. Un escalofrío le recorre el cuerpo entero.
La chica habla animada con un tipo de aspecto francés. Podrían ser los dos parisinos. Podrían estar casados y haber venido de fin de semana a la soleada Madrid, a olvidarse de todo. A beber cerveza y hacer el amor.
O podría ser ella.
(- No pasa nada. Pero te arrepentirás.
- No llores, por favor
- No pienso malgastar una lágrima más en ti.)
La chica por fin parece volverse. Debe haberse sentido observada y tuerce la cabeza buscando instintivamente al voyeur.
Cazador cazado. Se enrarece el aire. Eduardo tuerce la mirada y da un trago del vaso.
-¿Eduardo, en qué cojones estás pensando?- Se pregunta. No es ella y no lo va a ser. Si vuelves a cruzarte con ella prepárate para verla de la mano de un niño de cuatro años y con un armario de tipo al lado.
Pero podría haber sido ella. Podría no haberse marchado o podría haberla acompañado a la calle a fumar. Podría haberse dado cuenta antes que el amor, es algo que ocurre pocas veces en la vida y que las ínfulas de intelectual que tenía eran fruto de su ego post adolescente. Podría haber caído en que los trenes sólo pasan una vez y que hay que subirse a ellos cueste lo que cueste.
Esta vez fue a él al que le recorrió una lágrima por la mejilla. Había querido tanto y se había sentido tan dolido que agarró el sentimiento y lo enterró en lo más hondo de su subconsciente y el amor se transformó en desprecio y el desprecio en altivez.
Volvió a mirar a la pareja. Estaban pagando la cuenta y ella reía con algo que la camarera estaba diciendo. La luz volvía a incidir en su cabello creando un contraste que le abrió definitivamente y para siempre esa antigua herida de guerra. Esa herida consiguió que dejase un billete de cinco euros encima de la mesa, se levantase para marcharse y no volver nunca la vista atrás. Hay recuerdos que son demasiado dolorosos. Hay recuerdos que es mejor enterrar.
La Madurez conlleva el conformismo ante los acontecimientos que se suceden, ya sean fortuitos o provocados. La madurez es Martha y su pasado será siempre aquel destello caoba al sol del atardecer.
(-No te levantes. Te aseguro que si te levantas y te marchas, te vas a arrepentir. Así que hazte un favor y piénsatelo.
-Probablemente querida, probablemente. Adiós.)