“Esas
cajitas de laca japonesa, encierran otra cajita, y esta otra, y luego otra más,
cada una cincelada y ordenada como mejor el artista pudo, y la final, una
última cajita… vacía. Pero así es el mundo y la vida… dentro de la carne está
el hueso y dentro del hueso el tuétano; pero la novela humana no tiene tuétano
(…) Todo eso son las cajitas, los ensueños.”
Miguel
de Unamuno
Cuando cogí prestado aquel libro no sabía que era mío. Fue después de buscar algo para leer en una de las estanterías de la casa de mi hermana. Me interesaba Paul Auster, por sus juegos metanarrativos. Estoy escribiendo una novela que es una suerte de muñeca rusa y quería ver como lo hacía Auster. Así que al leer la sinopsis de La noche del Oráculo, no me lo pensé mucho. Se lo pedí prestado y me lo llevé a casa.
La novela de Auster, trata de un escritor, Orr, que empieza a escribir un relato en un cuaderno azul portugués. El ejemplar que empecé a leer, era de la quinta edición de febrero de 2005. Yo, abría el libro en enero de 2025 y al hacerlo, encontré mi nombre escrito con mi letra y la fecha en el que lo compré: Septiembre de 2005.
Me pareció curioso aunque no es un hecho aislado. Estoy acostumbrada a empezar a ver películas que descubro que ya he visto a la mitad, emocionarme con música que creo nueva y que luego encuentro en una lista que hice hace quince años y por supuesto, a releer libros que no recuerdo haber leído. Pero en este caso, me vino una bofetada de conciencia del paso del tiempo. Habían pasado veinte años. Veinte años desde que compré y leí aquel ejemplar.
Empecé a leerlo con curiosidad, preguntándome si conseguiría acordarme de algo. A medida que avanzaba, nada me sonaba y ya en las primeras páginas empecé a ver frases subrayadas. Fue entonces cuando comprendí que esa persona que en 2005 subrayaba frases, ya no era yo. De todas las frases subrayadas por esa versión joven de mi misma, hubiera subrayado en 2025 una o ninguna.
Pero empecé a valorar esas frases como lo que eran: una cápsula del tiempo escondida en un libro hace veinte años para mi versión del futuro. Recuerdo que de joven pensaba mucho en eso. ¿Cómo sería dentro de veinte años? Calculaba la edad que tendría en 2025 y me parecía ciencia ficción y ahora estaba allí, vivía en el futuro.
Me di cuenta de mi ingenuidad y de mi claro deseo de amar y ser amada en aquellas frases marcadas con un lápiz que a saber donde acabaría. Me produjo una sensación de ternura, diría que casi maternal, encontrarme con aquella chica e imaginármela en una habitación cerca del Bernabéu, que había sido mía. Tumbada boca arriba con las piernas en alto apoyadas en el cabecero de la cama, inmersa en su lectura una tarde de septiembre.
Empecé un dialogo que traspasaba el tiempo a través de las páginas que se mezclaban con la misma historia que en ellas estaban escritas y durante un tiempo, fui dos versiones de mi misma. Leía la novela a la vez, con veinte años de diferencia.
Lo curioso, es que fue en navidades cuando retomé por fin la novela que había empezado a escribir en 2021 y que tuve que dejar a finales del año siguiente. La había dejado por circunstancias varias que nada tenían que ver con su escritura. Si ayudó, que de las tres tramas que forman la novela, la tercera se me había atascado. En diciembre de 2024, con aquellas circunstancias que me alejaron de la novela, resueltas, había decidido volver a retomarla.
Continué con la lectura de La noche del oráculo, que pensé que podría ayudarme con el juego metanarrativo que yo quería recuperar y empecé a vivir de nuevo, aunque sin recordarlo, la historia de Orr, de sus paseos por Brooklyn y su relación con su mujer Grace. Seguía encontrándome frases sueltas de mi versión pasada y continuaba descubriendo las dos historias que había allí: la de Orr y la mía propia.
Me metí de lleno en el relato que escribe Orr en el cuaderno azul portugués, que es la del editor de éxito Nick Bowen, que al estar a punto de morir aplastado por una gárgola que se desprende de un edificio en Nueva York, decide abandonar su vida y guiarse sólo por la aleatoriedad de los acontecimientos, cogiendo un vuelo a Kansas y empezando una nueva vida.
Tenía esa sensación de querer terminar mis tareas para poder volver a la historia de Bowen, la de Orr y la mía propia. Así que no tardé demasiado en acercarme al final del libro. Me pasó, lo que pasa con esas historias que atrapan. Quería seguir viviendo en ella un tiempo más.
Un mes antes, en diciembre, había tomado una decisión que consiguió que a principios de enero escribiese del tirón unas catorce páginas: Había decidido cambiar la tercera trama de la novela. Deseché todo lo escrito de ella para cambiarla por un relato en primera persona, en forma de carta, de la escritora que escribe la novela. Me parecía que el juego de metaficción podía ser una vuelta más de tuerca, parecido a lo que hace Ian McEwan en Expiación. La carta, se fechaba en diciembre de 2024 y ésta estaba dirigida a un amor de su juventud al que hace más de 15 años que no ha visto. En esa tercera parte, además de un juego narrativo, hay uno de autoficción.
Por fin llegué al final de la historia de Orr y en la última página, la 257, leí la ultima frase subrayada: "me sentía feliz, más feliz de estar vivo de lo que me había sentido jamás. Era una felicidad que estaba más allá del consuelo, más allá del dolor, más allá de toda la fealdad y la belleza del mundo" Pensé que quizás aquella persona de 2005, en el fondo, si tenía algo que ver con la que la leía en 2025 y pasé a la siguiente página, como hago a veces, para confirmar que ese es el final y que ya no queda nada más por leer. Sólo una página en blanco.
Mientras pasaba la hoja, me relamía como un gato pensando en todo lo que me quedaba por escribir. En que en breve volvería a mi propia historia y que aunque la novela de Auster se había acabado, me quedaba el placer de continuar la mía. En eso estaba cuando llegué a la última página, la que se supone que debe estar en blanco y mi sorpresa fue, que había media página escrita a lápiz. Pero aquella, no era mi letra. Era una carta fechada en 2006, por ese amor de juventud que me inspiró la tercera trama de mi novela en la que me daba las gracias por haberle dejado el libro de Auster.
En esa última página, estaban todos: Orr, mi yo de 2005, Nick Bowen, ese amor de juventud, mi yo de 2025 y fue entonces, cuando mi novela se envolvió en una capa más de realidad. Como una muñeca rusa que se destapa y aparece otra más pequeña y otra más y otra más, hasta que ya no queda nada.