"Yo la estatua de mármol con cabeza de fuego,
Apagando mis sienes en frío y blanco ruego...
Luego ser mi carne en la vuestra perdida...
Luego ser mi alma en la vuestra diluida...
Luego ser la gloria... y seremos un dios!"
Delmira Agustini
En la película El placer, de Max Ophüls, el narrador, un cronista que crea el juego compartido con el espectador, de hacerse pasar por el escritor Guy de Maupassant, dice:
"La felicidad no es alegre".
El placer rápido, desenfrenado, histriónico nos hace pensar que eso es la felicidad, el beberte la vida a grandes tragos, el destello de la eternidad.
Y lo que nos explica, a través de fábulas, es que la verdadera felicidad puede ser compleja y triste. La felicidad sosegada, es más aburrida, menos brillante, pero sin duda, más elevada, por estar sostenida en el tiempo.
Hablamos de cine en la quinta desde la que se ve San Francisco el Grande. Donde hay un pequeño huerto comunitario y donde Juan dice que los libros y las películas son políticas. Que no hay nada más político que decirle a la gente como ver el mundo.
Dice también, que él cree que hay un sueño universal de cambiar. Que el denominador común a toda obra de arte literaria o de cine, es la transformación del personaje. ¿Puede una persona cambiar su vida? Esta, es la pregunta que se hace cualquier escritor o cineasta cuando imagina una narración.
Y así, toda obra es un camino del héroe, toda obra es una visión concreta y subjetiva del mundo.
Terminaba de comer enfrente del jardín botánico. Un lunes, sobre las cuatro de la tarde y sentí que hacía tiempo, que no tenía una conversación tan sosegada ni tan profunda.
Tengo la suerte, de estar rodeada de personas con las que poder hacer esto. Sólo hablar. Explorar temas que nos llevan a otros, que nos hacen reflexionar y llegar a tener una idea concreta sobre algo, o mejor: formular todavía más preguntas y no llegar a tener todas las respuestas.
Pero tengo que admitir, que hacía tiempo que no conectaba así con alguien. Por pereza, por falta de tiempo, por lo que fuese que hiciese que al despedirme y bajar la calle para cruzar el Paseo del Prado, pensase: Qué feliz he sido.
Porque fue la conversación, pero también el perder la noción del tiempo y el sol que me calentaba el cuerpo y el mirar a través de la luz, sin ser algo incómodo, sino más bien placentero, una tarde de octubre, un otoño incipiente.
Ojalá haya muchas más así. Una conversación cerca de la quinta, una buena noticia que llega de una persona a la que admiras y que por fin verá su mundo, publicado.
Ojalá pueda seguir conversando, seguir aprendiendo, seguir sorprendiéndome, pero sobre todo, y ante todo, seguir haciéndome preguntas y que éstas, estén sostenidas en el tiempo.